El amor y la Palabra:
Un encuentro con la noche.
Por: Lady Yaneth Vásquez Ramírez.
Sencillez y
profundidad son dos cualidades, no necesariamente contrapuestas, que me
impactan al leer el más reciente poemario de Saúl Gómez Mantilla (1978). El
cucuteño tiene conciencia de la corporalidad de la palabra, la reconoce como
portadora de rostros que se van insinuando en una poesía de bordes donde cada
una tiene un peso específico. En un libro que la celebra como otra forma del
amor o como el amor mismo, no sobran las palabras -unidades de precisión- que
logran herirnos con la contundencia de la imagen y el anuncio de algo que se
parece a la verdad desde la más vieja tarea del olvido: la escritura como
memoria del hombre. Creo que Saúl escribe para no olvidarse, intenta no
olvidarnos.
Así pues, no es
un gran descubrimiento atribuirle la brevedad a la estilística de Saúl; tampoco
lo es vislumbrar en su poética una terrenalidad que roza la piel de las calles
y las cotidianidades del escritor, el oficinista, el ser humano común y corriente
que es habitado por el lenguaje, en tanto el poema se convierte en un “pequeño
paracaídas para las tardes de oficina” (p. 43). Enriquecidos por los símbolos
de tradiciones literarias y temáticas comunes, como en el caso de la noche, el
recuerdo, la mujer y el amor, los libros, el vuelo, el tiempo, los poemas de
Gómez Mantilla ratifican desde el inicio un profundo compromiso de la palabra
con la vida. No es coincidencia que nos abra su libro un fragmento de la poeta
rusa Anna Ajmátova, perseguida y silenciada por el régimen soviético, del cual
fue crítica; sabemos, entonces, que Saúl no se apartará de esta tradición y
elegirá un estilo de imágenes concretas para sintetizar la gravidez de su mundo
convulso.
Con versos
cortos, sencillos y un escaso uso de signos, casi limitados a esa larga pausa
de los puntos finales, el ritmo es una danza en ascenso que busca la intensidad
en el verso que insinúa sin decir demasiado, carente de aposiciones y excesos,
como lo vemos en las siguientes líneas: “El poema se pierde en la noche/ un
tejido de palabras/ entre la algarabía y el tedio/ para los libros que nunca
llegan” (p. 22); unido a lo anterior, ya desde contenido, la voz poética
celebra la limitación de las palabras, va de un encuentro a otro, donde el
escenario, el más simple de todos, es la noche, el lugar donde se tropieza con
el poema o donde se pierde, como diría Saúl.
Gómez Mantilla
divide su poemario en cuatro partes que dan cuenta de las llagas en la piel,
los niveles del dolor soportables; después, solo queda la escritura como
testigo fiel de las cicatrices y de esa obstinación por perdurar en la
elocuencia del silencio. La primera parte, De ciertas grietas, me recuerda la
obra de la escritora iraní Doris Lessing; en la grieta de nuestro Saúl está
anclado el lenguaje, pues al igual que para Lessing, éste es el origen de los
demás sistemas simbólicos humanos y única manera posible de reconocernos en el
Otro. Así pues, en los poemas de Saúl hay una ruptura, algo parecido a las
heridas que nos ocasionan la palabra y el amor, en tanto ambos están hechos de
la misma materia, provienen de la misma irremediable entrega, en ese ejercicio
constante de abandonarse; de esta manera la voz poética dirá: “La esperanza
cobija al nuevo libro/ una mujer surge a cada página/ en cada muerte de
capítulo/ el cuerpo espera un estallido” (p. 15); es claro pues, que en las
páginas de El amor y la palabra emerge una mujer que es todas y es el amor en
tanto está instalada en la membrana de la palabra. A su vez, el libro también
se transforma volviéndose cuerpo, carne real que desde esta condición nos mira
como su Otro lector.
La palabra abre
sus ojos, habita en el lector, respira por encima de su condición de objeto, es
y existe. Umberto Eco sostiene que de la rosa nos queda el nombre; Mantilla,
reconoce esta potencia del lenguaje y para él las palabras pesan más que los
objetos nombrados, fundan la belleza y el dolor: “Ocultas las lágrimas/ queda
en la palabra/ la carga del recuerdo” (p. 21).
Por su parte, en
Ángeles del abandono, Gómez Mantilla se entrega a la renuncia, no añora el
paraíso perdido, defiende su noción de mundo y pese a que nos recuerda a Rilke,
para quien “todo ángel es terrible”, se aparta del misticismo romántico y
desnuda entre líneas su propia genealogía de ángeles caídos. En el poema que
inaugura esta segunda parte,interroga: “¿qué sino tendrán nuestros pasos?/ ¿a
dónde el destino de quien comparte la lluvia y los recuerdos?”; preguntas tan
humanas como las que se podría hacer el Ángel del abandono mientras cae cuando
renuncia a la palabra, o el ángel converso, que la mide en el tiempo. Con una
claridad asombrosa Saúl reivindica lo terrenal, para él no existe la escisión
platónica y cuando nos habla del ángel, anuncia su corporalidad, su oficio de
humanidad.
La cotidianidad
aparece nuevamente en Desvelos y desencuentros, la tercera parte del poemario,
en donde aborda los temas más universales de la poesía desde la novedad de la
palabra en transformación. Así pues, me llaman particularmente la atención dos
asuntos: esa ya consabida relación entre amor y recuerdo como posibilidad para
negar el olvido, o más bien, para resistirse a éste; también, el tiempo y el
destino como celebración de la noche: “aparece en el sueño/ un rostro para
llenar los días” (p. 40). Si bien para Borges “el olvido es la única venganza y
el único perdón”, para Mantilla el olvido deja de ser conceptual y se convierte
en un objeto vivo, es “un hueco en los años/ al que se arrojan los recuerdos”
(p. 41). Desde esta óptica, el mismo libro como materialidad corporal se vuelve
una puerta que hace posible verlo “todo”, un hueco que se lo puede tragar todo.
Finalmente,
Ofrendas y cicatrices que cierra el poemario con 14 textos, es el apartado más
extenso. Es quizá el segmento más corporal, pues en él aparecen los rostros del
poema desde una lamentación tan visceral como primitiva: “que fragilidad la del
cuerpo” (p. 49); de esta manera, se funda la idea de un dolor de vida, esa
agonía constante que es padecimiento: “La vida/ doloroso registro de pérdidas”
(p. 53). El dolor se instala en el cuerpo, lo habita en su soledad, en el
espacio del recuerdo donde la palabra arrinconada se acurruca alrededor de su
propia pérdida…siempre hay una para el poeta.
Así las cosas,
la única posibilidad para ese letargo del amor y para la insistencia en seguir
viviendo en el recuerdo, es la palabra; y casi como un lamento bondadoso Saúl
nos invita a ese juego, en el que irremediablemente la poesía se nos presenta
como única salvación: “Permitir el juego de la poesía/ que surjan las palabras/
en un orden insólito/ único/ asombroso./ Que sean espejo/ urna/ recuerdo” (p.
58).
Para terminar,
solo quiero agregar unas palabras de la filósofa española María Zambrano sobre
el arduo trabajo de quien se dedica, como Saúl Gómez, al oficio de la poesía:
“Todo poeta es mártir de la poesía; le entrega su vida, toda su vida, sin
reservarse ningún ser para sí, y asiste cada vez con mayor lucidez a esta
entrega”; es mi deseo que en El amor y la palabra, y los libros que están por
llegar, la escritura sea para Saúl una posibilidad para la entrega; porque la
poesía no es imagen, debe ser la vida misma.
***
Leidy Yaneth
Vásquez Ramírez. Licenciada Educación con énfasis en Humanidades y Lengua
Castellana de la Universidad de Antioquia y magister en Educación de la
Universidad Pontificia Bolivariana. Fue una de las fundadoras del Nodo
Antioquia de REDNEL (Red Nacional de Estudiantes de Literatura y Afines). Gran
Premio Ediciones Embalaje del Museo Rayo 2007, que incluyó la respectiva
publicación de su primer libro de poesía Las horas de la espera (2008).