LA
INDIGNACIÓN COMO ESTÉTICA
Por:
Renson Said Sepúlveda
El
primer poema de este libro comienza con una idea amarga: “leer es empezar a
sangrar”. Y el último comienza diciendo “A Fabio lo mataron saliendo de su casa un 8 de diciembre”. Entre
estos dos poemas se levanta la propuesta estética de Rostro que no se encuentra,
el segundo libro del joven poeta Saúl
Gómez Mantilla, esto es, la indignación como una forma de la estética.
Aquí
la rabia, la impotencia, ese “pequeño conteo de gritos” que constituye la
poesía de Saúl tiene una particularidad: no es un grito individual de un ser
humano que ha sufrido pérdidas. Su dolor –quiero decir: el dolor en su poesía-
es dolor moral que se ha vuelto luminoso, y en ese sentido el que habla en
estos versos no es un yo poético sino un yo colectivo: es el dolor de todos frente
a un orden social y político (un orden, digamos, “institucional”) que nos
obliga a abrazar a nuestros hermanos “en lo profundo de una fosa”. Decía Martín
Buber que el hombre solo no existe. El yo existe por el tú. En ese sentido, el
hombre que explora su propio corazón explora así el corazón de sus semejantes.
Y en los poemas más decididamente personales de este libro hay una
universalidad que logra la lengua. A esto es a lo que apuntaba Arthur Rimbaud
cuando decía “Yo es otro”.
La
realidad alimenta cada poema de este libro, pero cada poema de este libro
construye otra realidad. No compite con ella de manera vulgar, como si fuera
poesía política de denuncia en caliente, sino que aquí habla el lenguaje: esa
sangre del espíritu, como la llamaba Unamuno. Y le habla a la tribu, o sea, a
todos nosotros. Mallarmé decía que el poeta usaba, a la hora de escribir, un
“piano de palabras”. Saúl toca ese piano a puñetazos y le sale música. Porque
además de ser los poemas de este libro unidades autónomas, cada uno lleva un
ritmo interno, una música callada. Hasta la disposición tipográfica de los
poemas buscan imponer en el lector un ritmo respiratorio fácilmente identificable en la poesía
modernista de José Asunción Silva o Rubén Darío, para citar apenas a dos de los
poetas que Saúl lee con insistencia. Música callada, decía, pero olvidé
mencionar que es música que no celebra sino que le imprime al verso un temblor
interno de indignación humana.
En
la obra de Saúl hay belleza, pero detrás de ella está el dolor. Es una belleza
golpeada, desgarrada por el dolor. Y también hay belleza de la forma: el libro
está divido en cuatro partes que probablemente corresponden a cuatros
estaciones personales de su estado emocional. Y hasta los epígrafes (Eliot,
Rimbaud, Camus, Maiakovski, etc.) hablan, no de sus lecturas, sino de un
conjunto de afinidades espirituales que le permiten al poeta soportar la
soledad y la tristeza.
El
lector no encontrará aquí poemas de amor. Pero indudablemente es el amor el que
mueve estos poemas: nos duele lo que amamos. Y a Saúl le duele la vida. Y
cuando la vida es amputada, queda la poesía como única forma de consuelo.
Lo
paradójico de todo esto (en últimas, la gran paradoja del arte) es que una
obra, sea el resultado de un dolor profundo, de una indignación, y que por
expresar eso, el poeta o artista sea aplaudido y reciba premios. Es lo que
sucede cuando un dolor se lleva a los niveles más altos de belleza estética. Es
por lo que Saúl se ha convertido en el vocero de la tribu.