lunes, 26 de enero de 2015

LA INDIGNACIÓN COMO ESTÉTICA

LA INDIGNACIÓN COMO ESTÉTICA

Por: Renson Said Sepúlveda



El primer poema de este libro comienza con una idea amarga: “leer es empezar a sangrar”. Y el último comienza diciendo “A Fabio lo mataron  saliendo de su casa un 8 de diciembre”. Entre estos dos poemas se levanta la propuesta estética de Rostro que no se encuentra, el segundo libro  del joven poeta Saúl Gómez Mantilla, esto es, la indignación como una forma de la estética.

Aquí la rabia, la impotencia, ese “pequeño conteo de gritos” que constituye la poesía de Saúl tiene una particularidad: no es un grito individual de un ser humano que ha sufrido pérdidas. Su dolor –quiero decir: el dolor en su poesía- es dolor moral que se ha vuelto luminoso, y en ese sentido el que habla en estos versos no es un yo poético sino un yo colectivo: es el dolor de todos frente a un orden social y político (un orden, digamos, “institucional”) que nos obliga a abrazar a nuestros hermanos “en lo profundo de una fosa”. Decía Martín Buber que el hombre solo no existe. El yo existe por el tú. En ese sentido, el hombre que explora su propio corazón explora así el corazón de sus semejantes. Y en los poemas más decididamente personales de este libro hay una universalidad que logra la lengua. A esto es a lo que apuntaba Arthur Rimbaud cuando decía “Yo es otro”.

La realidad alimenta cada poema de este libro, pero cada poema de este libro construye otra realidad. No compite con ella de manera vulgar, como si fuera poesía política de denuncia en caliente, sino que aquí habla el lenguaje: esa sangre del espíritu, como la llamaba Unamuno. Y le habla a la tribu, o sea, a todos nosotros. Mallarmé decía que el poeta usaba, a la hora de escribir, un “piano de palabras”. Saúl toca ese piano a puñetazos y le sale música. Porque además de ser los poemas de este libro unidades autónomas, cada uno lleva un ritmo interno, una música callada. Hasta la disposición tipográfica de los poemas buscan imponer en el lector un ritmo respiratorio  fácilmente identificable en la poesía modernista de José Asunción Silva o Rubén Darío, para citar apenas a dos de los poetas que Saúl lee con insistencia. Música callada, decía, pero olvidé mencionar que es música que no celebra sino que le imprime al verso un temblor interno de indignación humana.

En la obra de Saúl hay belleza, pero detrás de ella está el dolor. Es una belleza golpeada, desgarrada por el dolor. Y también hay belleza de la forma: el libro está divido en cuatro partes que probablemente corresponden a cuatros estaciones personales de su estado emocional. Y hasta los epígrafes (Eliot, Rimbaud, Camus, Maiakovski, etc.) hablan, no de sus lecturas, sino de un conjunto de afinidades espirituales que le permiten al poeta soportar la soledad y la tristeza.

El lector no encontrará aquí poemas de amor. Pero indudablemente es el amor el que mueve estos poemas: nos duele lo que amamos. Y a Saúl le duele la vida. Y cuando la vida es amputada, queda la poesía como única forma de consuelo.

Lo paradójico de todo esto (en últimas, la gran paradoja del arte) es que una obra, sea el resultado de un dolor profundo, de una indignación, y que por expresar eso, el poeta o artista sea aplaudido y reciba premios. Es lo que sucede cuando un dolor se lleva a los niveles más altos de belleza estética. Es por lo que Saúl se ha convertido en el vocero de la tribu.