LETANÍA
PARA ARTURO CASTRO
Por: Saúl Gómez
Mantilla
lainsula451.blogspot.com
La tarde del 16 de febrero de 2002,
mientras estabas comiendo en el barrio Tierra Linda, en el municipio de Los
Patios, en Norte de Santander, fuiste abordado por hombres armados. Te llevaron
detrás de la iglesia del barrio Pisarreal, allí, luego de golpearte y
humillarte, te propinaron cerca de 40 disparos bajo la acusación de ser un
satánico, con esa imbécil excusa, acorde a su poca inteligencia, cegaron tu
vida, nos negaron tu compañía y tu palabra.
Tenías 35 años y al parecer, los asesinos,
miembros de un grupo paramilitar que delinquía en el municipio, te arrojaron de
cara al suelo y te dispararon una bala por cada año de vida, empezaron por tus
pies y fueron subiendo hasta llegar a tu cabeza. Cobardes que envidiaban tu
nombre, por eso, el día de tu entierro, una multitud te lloró y te acompañó
hasta el cementerio, te cubrieron de flores y lavaron tu cuerpo con sus
lágrimas.
¿Qué pensabas con cada impacto? ¿Qué
recuerdos llegaban y cuáles rostros acudían en tu última mirada? Eras un hombre
grande y fuerte, con más de 1.80 de estatura y un cuerpo forjado por el trabajo
desde niño. Tantas balas no eran necesarias para matarte, pero eran las
suficientes para calmar la sevicia y perversión de tus asesinos, para apaciguar
la enfermedad que los consume, ellos se alimentan del dolor de los hombres
buenos.
Cuando nos enteramos de la noticia, al
contemplar el llanto de mi abuela, quien te había visto crecer, por ser uno de
los amigos más cercanos a la familia, empecé a recordarte, eras un hombre que, sin
ser artista, se expresaba como uno, a través de esculturas en chatarra y la
decoración de las vitrinas en los almacenes de ropa de la ciudad, dejabas un
registro, una forma de ver el mundo.
El primer recuerdo que llegó a mi mente era
el de una misa. En la iglesia San Pablo, al finalizar el acto religioso, hacías
una entrega simbólica de un fusil de madera, y ante toda la congregación
prometías no volver a empuñar un arma. Un año antes habías sido reclutado como
soldado bachiller, fuiste obligado a prestar el servicio militar, contra tu
voluntad y tu espíritu pacifista. Te subieron a un camión del ejército y te condujeron
a un batallón en la ciudad de Bucaramanga y de allí fuiste trasladado a
Saravena, para ver el horror que habita en nuestros pueblos y el miedo que
inspira un uniforme, sin importar su color.
Eras un creyente que fue obligado a atentar
contra la vida, a disparar contra el otro, a quien llamabas tu prójimo. En el
ejército te enseñaron el odio, a forjar enemigos, y el absurdo poder que
otorgan las armas; allí, donde los argumentos, el pensamiento y la razón son un
estorbo para crear autómatas, tú, en tu fe, rezabas para no matar como un
imperativo, para que las balas no dieran en el blanco.
Años después, en una exhibición de boxeo en
la cancha San Pablo, mientras los pugilistas hacían de los golpes un arte, ante
la armonía de los movimientos y la coreografía de la exhibición, pidieron al
público que escogiera a alguien para subir al ring y enfrenar a un boxeador.
Los niños, como un coro, empezaron a gritar tu apodo: ¡Chamorra, Chamorra, Chamorra! Sorprendido, subiste al ring y te pusiste los
guantes. Cuando sonó la campana, ante la sorpresa de los asistentes, levantaste
los brazos al cielo y en un salto, arrojaste los guantes hacía arriba, mientras
gritabas: ¡qué viva la paz! Muchos te
llamaron cobarde, no entendían cómo un hombre tan grande y fuerte se negaba a
pelear; pero, ese hecho era un acto simbólico y una afirmación de vida, era tu ¡No! rotundo a la violencia, sin
importar los disfraces o los engaños que nos daban para aceptarla.
Luego, con motivo de la realización del
festival de la canción El Cují de oro,
que reunía anualmente a los mejores cantantes del municipio, en un año difícil
para conseguir apoyo y dar a los participantes un recuerdo y un galardón, ante
la negativa de la administración municipal y de los empresarios del municipio
para apoyar el evento. Decidiste hacer los premios, con algunas manivelas,
tuercas y tornillos hiciste figuras de cantantes y guitarritas. Cada niño,
joven y adulto que cantó, se llevó a casa una pequeña escultura, una muestra
del amor que repartías sin interés alguno, porque considerabas que era lo
justo, que cada aprendiz de cantante debía llagar a casa con un recuerdo, con
un galardón por compartir su voz.
La luna seguía tus pasos, velaba y cuidaba
de ti, por ello te asesinaron antes del anochecer, porque sabían que no podrían
tocarte. Tú que le rendías tributo a la compañera de la noche, mediante las
lunadas, en que la música y la palabra, eran la posibilidad de reflexionar y de
pensar una nueva vida, una forma bella de ser con los otros. En la vereda Los
Vados, en una colina junto a la carretera, las notas del rock latinoamericano,
la música de planchar y el vino eran una forma de celebrar, de perpetuar la
amistad, de compartir los buenos recuerdos junto a una fogata hasta la hora de
la madrugada, para ver al imponente sol y sentir sus primeros rayos sobre la
piel, para sentirte vivo, pleno y en armonía con la naturaleza.
Estos recuerdos, aunados a los helados que
regalabas a los niños que descalzos se paraban frente a tu heladería,
soportando el sol de la tarde y sudando por los juegos. Tú los espantabas del
negocio, no sin antes darles un cono o una paleta, veías en ellos a tus
recuerdos, ese andar sin camisa y bajar al río para acompañar a mamá a lavar la
ropa. Esos pequeños rostros eran un reflejo de tu infancia y de los sueños que
poco a poco se fueron haciendo realidad.
Estos pequeños hechos narrados hoy día,
trece años después de tu asesinato, dan cuenta de un ser excepcional, como lo
son todos aquellos que forjan su vida en el compartir y en la entrega. Hablan
de la bondad y del absurdo cotidiano de este país. Intentan dar cuenta de tu
vida, que fue muchas otras cosas, que serán contadas a su tiempo e irán
blindado tu imagen y tus recuerdos, para que permanezcan vivos en la memoria de
todos aquellos que tuvimos la fortuna de conocerte, de hablar de ti, como una
presencia que pervive en las calles del pequeño municipio de Los Patios.