LECCIONES MATERNALES
Por: Saúl Gómez Mantilla
Con el cuidado que el trabajo requiere, tomó la alcancía y armado
de un cuchillo fue sacando uno a uno los billetes, cuidando de no romperlos al
salir por la estrecha ranura. Sabía que a eso de las 3 de la tarde no había
nadie cerca, su familia estaba ocupada en sus asuntos y sus primos estaban haciendo
las tareas escolares. Con algunos billetes en la mano salió de su casa y fue directamente
a la tienda que tenía maquinitas, compró unas fichas y pasó la tarde jugando con
sus amigos. Cada uno compraba sus fichas para competir con autos, luchadores, naves
espaciales y monstruos. Sabía que nunca le darían dinero para gastar de esa manera,
pensaba reponerlo de algún modo, y que su madre nunca se diera cuenta de aquel robo.
Cada semana su madre echaba billetes de cincuenta pesos en aquel cerdito
rosado, para inculcarles a sus hijos el hábito del ahorro. Pensaba ella que un
día especial podía destapar la alcancía y disfrutar de ese dinero, darse un
gustico, ir a un parque de diversiones o comprar los juguetes que sus hijos
deseaban. Ellos verían que ese esfuerzo tenía su recompensa y que poco a poco
se llega a Roma, como les decía cuando les contaba sus sueños y proyectos.
La madre era una mujer delgada y fuerte, que había abandonado a su
esposo por el maltrato y el alcoholismo de quien había sido su amado. Cada
mañana ella se levantaba muy temprano y alistaba a su par de hijos para que
fuesen a la escuela. Vestían sus uniformes, limpios y planchados, sin remiendos
ni machas; tomaban su desayuno y caminaban entre juegos a la escuela. Luego ella se alistaba para ir a su trabajo
como modista de una prestigiosa tienda de ropa. Allí se sentaba a pedalear
durante ocho horas en una máquina de coser Singer, llegando como diría el poeta hasta
Java, Burdeos, e incluso el pueblo de Gales. Ya de noche llegaba a casa y
preparaba la cena, revisaba las tareas de sus hijos, lavaba la ropa y se preparaba
para descansar. Dormían todos en un solo cuarto en la casa de la abuela.
Los fines de semana eran también para trabajar, como madre soltera
que no quería depender sus hermanos, ni deberle favores a nadie, incluso a su
propia madre. Ella atendía a sus clientas, señoras que llegaban a hacer sus
vestidos, idénticos a los de la tienda de ropa donde trabajaba la madre, pues
ellas sabían quién los cosía y que hechos en casa eran más baratos que en el
almacén. La madre pedía las telas y periódicos para hacer los moldes, tomaba
las medidas y empezaba su labor. Primero leía los periódicos y revistas, recortaba
alguna noticia de interés y le pedía a sus hijos que las guardaran junto a
otras noticias pasadas, les pedía que le leyeran en voz alta, mientras
sintonizaba la emisora radio reloj, que le traía su música de juventud: Sandro
de América, Nicola di Barí y todas las canciones del festival de San Remo en español.
Extendía el papel en la mesa del comedor y con sus reglas empezaba a medir y hacer
trazados con tiza. Luego cortaba con delicadeza y se sentaba en la
máquina, a seguir en su loco pedaleo, hasta Nepal y el pueblo de Gales.
Mientras ella seguía encorvada al pedal de la Singer, sus hijos
jugaban con las tijeras, las convertían en motocicletas y recorrían la mesa;
las agujas eran fechas de tribus indígenas que se enfrentaban a los invasores
de la conquista; los rulos se transformaban en legos y de ellos salían robots,
aviones, carros y muñecas; de los conos de hilos se armaban edificios, pequeños
rascacielos para una ciudad amurallada por la pobreza. Sus hijos también le
leían su pequeña biblioteca, conformada por pequeños cuentos, historias mínimas
o resúmenes de historias de caperucitas, lobos, príncipes, dragones, duendes y
bailarinas que eran leídas de una sentada. A veces tomaban un libro de español y
literatura de quinto grado de educación básica primaria, que contenía otras
historias, como la de Los cinco hermanos Liu, El sueño de Ícaro, Los motivos
del lobo, que venían acompañadas de dibujos en tinta china y bombardeaban a la
madre con preguntas sobre otros países, sobre la comida y las costumbres que
mostraban esos dibujos. La madre buscaba en sus recortes de periódicos y revistas,
alguno que pudiera responder a los interrogantes de los hijos y les leía
noticias sobre aquellos extraños países.
Al finalizar el año escolar, luego de asistir a la reunión de padres
y recibir con agrado las menciones y reconocimientos académicos de sus hijos,
ella, llena de orgullo decidió que el día había llegado. La madre reunió a sus
hijos y sacó del escaparate la alcancía, tomó el cerdito rosado entre sus manos
y les dijo que esa tarde saldrían a divertirse, que ellos se lo habían ganado
por su esfuerzo y como recompensa, los ahorros de ese año los gastarían en
diversiones y juguetes. Cuando rompió el cofre vio que en su interior solo
había un par de billetes, indignada y sorprendida preguntó qué pudo haber
ocurrido hasta que el hijo mayor, el niño, confesó su falta y esperó su
castigo, pero lo que vio fue el llanto en los ojos de la madre. La decepción y
la impotencia ante el hecho la trastornaron y pareciera que ella se fue apagando
lentamente, hasta quedar dormida en la cama, esperando que ese mal sueño pasara
y fuera solo un recuerdo lejano.