EL
PADRE
Aquella
noche, a la espera del autobús en una transitada carretera, era la oportunidad
de un abrazo, de algunas palabras que permitieran abrir y extender la relación,
que tanto padre e hijo supiesen del otro, no de los hechos del pasado, no de
los reclamos por la ausencia del uno y del otro, sino de lo que se piensa y se siente.
Pero el respeto y el miedo, el acercarse a diálogos nunca iniciados eran todo
un impedimento. Cómo abrirse al otro si eran desconocidos, aunque presentían
los sueños de cada uno, y entre las calles que recorrieron por años algo se
habría insinuado, algo del cariño estaba en las charlas sobre libros y cine,
sobre política y violencia; pero nunca sobre ellos, nunca eran los
protagonistas de aquello que se contaban el uno al otro. Se hablaban a partir
de otras cosas, se conocían por la música, por las canciones que daban cuenta
de una visión de mundo, del dolor y del amor, por lo libros leídos y
compartidos, por las palabras de otros que reflejaban al ser que las escuchaba.
Bajó la cabeza el viejo y acariciando al
muchacho, dice tienes razón hijo, el odio todo ha cambiado, los piones se
jueron lejos y el surco está abandonao a mí ya me faltan juerzas, me pesa tanto
el arao y tú eres tan sólo un niño pa'sacar arriba el rancho.
Mientras
las luces pasaban una detrás de otra, surgió el recuerdo de una cantina, una
vieja tienda con un árbol de ciruelas, el afiche de una vaca mostrando sus
posaderas invadía el ambiente ―para todos los gustos― decía el cartel. Aquella
noche en medio de la carretera, el frío invitaba a recordar aquel día en que el
dolor tuvo su límite. Cerveza tras cerveza las lágrimas cubrían el rostro del
viejo, doce años atrás, un pequeño camión cargaba con pocas cosas, una máquina
de coser, una estufa a gas, un catre y dos perros. La madre no soportó más el
maltrato y la pobreza, estaba decidida, con sus hijos afrontaría la vida y sus
miserias. Para el viejo, el llanto era una forma de asumir la culpa, de
compartir ese dolor por aquello que nunca fue, ninguna otra mujer llegaría a
consolar ese cuerpo, ninguna otra espantaría a la noche.
En
otras ocasiones, la cita era con los amigos, la saga del 007, Ian Fleming, un
hombre llamado caballo, elemental mi querido Watson, libros y canciones, eran
invocados por la cerveza; los desmanes de la hegemonía conservadora y los
recuerdos de la infancia, la juventud buscando oro y esmeraldas, vendiendo
historietas en una antigua plaza de mercado, daban cuenta de un pasado
desconocido, de otro ser, un boxeador, un futbolista, un lector, que vivió toda
una juventud con otros ojos, en otro país, con el tango y las palizas. Aquellos
recuerdos hablaban de una época de hombres rudos, de honor y guerra, de un país
que hervía con hombres agresivos y cultos, que no dudaban en hacer de la fuerza
una consigna diaria, al igual que disfrutaban del insomnio entre las páginas
del libro o lloraban al son de pasillos y boleros. Igual que a las espumas que lleva el ancho rio, se van tus ilusiones
siendo destrozadas por el remolino.
Bajo
el árbol, en la casa que ayudó a construir, los domingos tenía una cita no
programada, se ubicaba en medio del patio, llegaba con el diario que página a
página era leído completamente entre el café y los cigarrillos. Luego vendría
el almuerzo y el recuento de la semana, lo más cercano a eso llamado familia, a
ese sueño roto llamado hogar. En otras ocasiones, las tardes del domingo eran
dedicadas a las salidas al cine, a disfrutar del western, o alguna película de
cartelera, por lo general un remake de una antigua cinta que el viejo disfrutó
en su juventud. También era el tiempo de las ferias mecánicas, carros chocones,
pocillos, sillas voladoras, rueda de chicago, todo esto para cumplir con la
función de padre, dulces y regalos llegaban como una forma de pago, de suplir
la ausencia, de compensar la falta; pero nunca, nunca hablar desde el corazón,
de ese monstruo llamado amor, que en verdad, era solo una herida entre tantas
otras que no cicatrizaban, que mostraban la fragilidad de un padre al que la
soledad y el alcohol consumían a diario.
Años
más tarde, ya mayores, de igual tamaño e insolencia, los encuentros y caminatas
se dieron en otra ciudad. La cita dominical iniciaba con la visita al
cementerio, flores en la tumba de la abuela y algunas monedas a espíritus
benefactores; luego el almuerzo con las tías, el repetido discurso de siempre,
las palabras aprendidas desde chico que hablaban del bienestar. Al llegar la
noche, el alcohol hacía su monumental presencia, como un aliciente para tanta
vida desperdiciada, como un compañero de derrota, un aliado para la vida que
caía de las manos. Luego de varios tragos la voz subía de tono, discutían sin
tocar el tema, con eufemismos el ambiente se llenaba de reclamos, de indirectas
a través de diálogo y situaciones vistas en alguna película o tomadas de un
libro compartido. Si apuestas al amor,
cuantas traiciones, cuantas tristezas cuantos desengaños, te quejas, cuando el
amor se aleja, como en las noches negras sin luna y sin estrellas.
Por
último llegaría la llamada, una supuesta enfermedad había fulminado al viejo,
de un momento a otro su corazón se había detenido y se quedó dormido para
tranquilidad de la familia. Un viaje intempestivo había agotado el llanto, doce
horas de un tortuoso recorrido por tierra para asistir al funeral y ser el
centro de todas las miradas. Allí estaba el hijo, había llegado el único varón;
sin una lágrima, ni tristeza en el rostro, llevó a la familia en brazos y
sepultó al cadáver. Igual de altanero y orgulloso que el viejo, pedante por el
odio y el rencor, soberbio porque se había forjado solo, porque era hijo de sí
mismo al igual que su padre, no le debía nada material a ese cuerpo que se
descomponía; aunque el abandono había forjado su carácter, los obstáculos le
habían hecho recio y solitario, lo habían volcado sobre sí mismo. Como si ese
entierro fuese una liberación, una carga menos, saludó a todos los asistentes,
sin percatarse de que ese saludo era ante todo una despedida, ya que con el
padre se enterraba también a la familia, a su familia paterna, sin el vínculo
ya no eran necesarias las hipocresías y mentiras de lado y lado.
Realmente no hubo
despedida, al inicio de las vacaciones reaparecía con fuerza ese abrazo nunca
dado, se instalaba en el cuerpo destrozando las mañanas, arruinando los planes
y llenado de amargura otra temporada. Ese miedo por expresar el cariño, por
acercarse a una roca, a un desconocido que ofreció libros, que entregó la
lectura como un regalo, como única ofrenda, sigue presente al verse al espejo,
ve en sus ojos el rostro del viejo, algo en la sonrisa, un gesto altivo, la
penetrante mirada que indaga por sí mismo, que reclama atención, palabras y
afecto. Yo la quise, muchachos, y la quiero y jamás yo la podré olvidar; yo me
emborracho por ella y ella quién sabe qué hará. Eche, mozo, más champán, que
todo mi dolor, bebiendo lo he de ahogar; y si la ven, muchachos, díganle que ha
sido por su amor que mi vida ya se fue.