lunes, 7 de diciembre de 2015

LA ABUELA

LA ABUELA 

Por: Saúl Gómez Mantilla


Con un libro entre las manos encontró a la abuela sumergida en llanto, ―era muy inteligente y muy loco―, diría ella. Leía la historia de un poeta nacido en el valle del Sinú, su último año de vida, enfermo de amor y locura; sus andanzas, como su poesía, le hacían temer por su nieto. Un eterno adolescente, propenso a la poesía, un vagabundo, solitario, perdido en su casa materna, entre herramientas y maderas, ese muchacho flaco no había nacido para continuar con la tradición familiar. Muy delgado, poco hábil en el trajinar cotidiano. Lo veía a diario metido entre sus libros, como salido del tiempo. Sus lágrimas le hacían prever un futuro incierto, esperaba la anciana, que ese desastre de vida que se avecinaba surgiese después de su muerte. 

En su niñez, en un pequeño pueblo perdido en la cordillera de los Andes, azotado por la violencia entre rojos y azules, conviviría con la magia y la fantasía del lugar. La vieja recordaba la presencia de un duende, de un pequeño ser de enorme sombrero que la llamaba en sus salidas al rio, mientras ella recogía agua para lavar los trastos de la loza. El duende le hablaba del embrujo de sus ojos verdes, le decía que eran profundos como las montañas y los bosques en que habitaba. Ella corría hasta su casa y le contaba a su mamá sobre la presencia de este ser; como única manera de protegerse, rezaban un rosario, mientras escuchaban una risa que se extendía por el campo. Al llegar su padre en horas de la noche, luego de las labores de la siembra, salía, escopeta en mano, en busca del vecino que con raras artimañas, disfrazado y aprovechándose de la inocencia de su hija, la quería perjudicar. ―Témele a lo vivos― le decía él, ―de los muertos se encarga el patas. 

Como muchos niños que sobrevivieron a la violencia, al morir sus padres a causa de las asonadas azules en el municipio, debió cuidar de sus hermanos, recordando siempre aquellas palabras que proclamaba el sacerdote en sus homilías, las cuales le repetiría a sus nietos, como la razón que esgrimían los culpables de la muerte de sus padres, ―matar liberales no es pecado, nuestro deber es limpiar el mundo de masones y ateos―. Con dos niños y una niña, ella, de tan solo 14 años, emprendió camino por las montañas, de pueblo en pueblo fue buscando un lugar donde conseguir un trabajo y poder ver de sus hermanos. Llegó a un frío poblado, con más iglesias que casas, adornado con blasones españoles y con la estatua de un conquistador en medio de su plaza principal. Allí, sola y con frío buscó la ayuda divina, en un rincón de una iglesia encendería una vela, pidiéndole al señor del humilladero que la ayudase en ese extraño lugar. A la mañana siguiente, una viuda, condoliéndose de la muchacha, le dio posada y trabajo. Aprendería a hacer harina en un molino, y a cocinar para las ventas de los domingos frente a la iglesia. También vería a sus hermanos crecer, cada uno tomaría un camino, muy niños buscarían otros pueblos, aprenderían otros oficios, afín de no ser una carga, de ser hombres antes de tiempo. 



En medio del agite del trabajo y en sus andanzas con las ventas, conocería a un señor mayor, quien cada tanto, le hacía unas extrañas visitas a la viuda, en horas poco apropiadas, muy temprano o muy tarde. ―El amor es algo que se aprende, es una costumbre― le diría la señora a la muchacha, para que aceptara los devaneos de este pretendiente. ―Con él tendrá una casa, y con la llegada de los hijos harán una familia. En estos tiempos, que parece que se acerca el fin del mundo, lo mejor es no estar sola, no sea que la chusma le dé por molestar otra vez―. Con estas razones la abuela fundó el amor y creo un hogar, por encima de los caprichos y las peleas, hasta que la muerte los separará, era su compromiso, el pequeño milagro que una velita le había concedido, años atrás, en el rincón de un templo. 

Entre las montañas, en las labores del campo y del hogar, los libros tienen poco valor. Allí la fuerza del azadón, la destreza con el machete y el conocimiento sobre las temporadas de siembra y de cosecha se aprenden con la práctica. En el cotidiano amanecer entre nubes y árboles, las manos van adquiriendo la destreza que este tipo de vida requiere. ―Para leer habrá tiempo después, cuando llegue la vejez y los ojos busquen consuelo en las palabras, para que la soledad se llene de recuerdos y se pueda cargar ese cuerpo que será un estorbo, un masa llena de dolencias y enfermedades. Para ese tiempo están hechos los libros, cuando postrada en una cama solo se pueda viajar a través de las palabras―. Eran las palabras que le decía su abuela, cuando lo veía sumido en la lectura, habiendo tanto qué hacer en casa, arreglar el fogón de leña, recoger la madera, podar los árboles, limpiar el patio. 

En la enorme casa donde vivían se requería trabajo, tanto los hijos como lo nietos debían aportar en su mantenimiento y en las labores diarias. Las niñas aprendían las faenas de la cocina y los niños la importancia del esfuerzo para conseguir el alimento. La vida la había premiado con tantos hijos como pudo parir, incluso, llegó a adoptar niños pequeños a medida que sus nietos crecían. Quería brindarles a ellos la niñez que no tuvo, que jugaran y aprendieran a trabajar a la vez, pensaba que en su vejez, serían una buena compañía, para no estar sola, mientras su cuerpo se consumía por los años. 



En diciembre, con el inicio de las misas de gallo y las novenas, la abuela se armaba de fuerza y ponía a funcionar su antiguo fogón de leña, sacaba su enorme perol, ennegrecido por los años y el uso, y bajo las escaleras que llevaban al segundo piso, hacía pasteles, arepas y olladas de café. ―La gente sale de misa con hambre, tanta rezadera emboba―, le decía a sus hijos, para que ellos fuesen a vender esos alimentos, que nunca eran suficientes. Sus nietos se levantaban muy temprano, el tañir de las campanas y los villancicos que tronaban desde la torre de la iglesia, despertaban a todo el pueblo, ellos salían en manada y se sentaban en las escaleras, sobre el fogón, a esperar el tinto y la arepa para empezar el día. No pensaban en ir a la misa de aguinaldos, solo querían disfrutar de la madrugada, cobijados por el calor y los juegos tempraneros del sí y el no, de la pajita en boca, del tres pies, del dar y no recibir; juegos que serían cobrados el día de los inocentes, entre tazas de café con sal, de frutas amargas y jugos salados. 

Como una llamita al viento, la abuela se fue apagando, a causa de una caída que afectó su cadera, no pudo caminar como lo hacía anteriormente, y se dedicó de lleno a la lectura. Le pedía a su nieto novelas que hablaran sobre la violencia, historias que fuesen reales o que la hicieran reír. Relacionaba lo que leía con su vida, cada tanto empezaba a hablar de los libros y estos se cruzaban con sus recuerdos, como aquel perro que muere a los pies de su amo en una novela de Dostoievski, recordaba ella que a sus pies, había muerto de viejo uno de los perros de la casa, se acostó junto a ella y no se volvió a levantar. En otras ocasiones le gustaba escuchar poesía popular, poemas que narraban historias de amoríos, de mujeres infieles, de payasos tristes y de un grupo de bohemios que despedían el año. Imaginaba a su nieto, como el bohemio puro, de gran melena, que brindaba por ella. Recordaba que había acompañado a su nieto a leer sus poemas, ante una sala llena, un espectáculo extraño, tanta gente reunida por un libro, escuchando en silencio unas extrañas palabras que no entendían, pero, al parecer los conmovía. En cama, la abuela evocaba las palabras del caballero andante, ella sin quererlo, años atrás, también había proferido su discurso en torno a las armas y las letras. Ahora no hay que dudar sino que este arte y ejercicio excede a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a más peligros está sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen.