LA ABUELA
Por: Saúl Gómez Mantilla
Con un libro entre las manos
encontró a la abuela sumergida en llanto, ―era
muy inteligente y muy loco―, diría ella. Leía
la historia de un poeta nacido en el valle del
Sinú, su último año de vida, enfermo de amor
y locura; sus andanzas, como su poesía, le
hacían temer por su nieto. Un eterno
adolescente, propenso a la poesía, un
vagabundo, solitario, perdido en su casa
materna, entre herramientas y maderas, ese
muchacho flaco no había nacido para
continuar con la tradición familiar. Muy
delgado, poco hábil en el trajinar cotidiano. Lo
veía a diario metido entre sus libros, como
salido del tiempo. Sus lágrimas le hacían
prever un futuro incierto, esperaba la anciana,
que ese desastre de vida que se avecinaba
surgiese después de su muerte.
En su niñez, en un pequeño pueblo
perdido en la cordillera de los Andes, azotado
por la violencia entre rojos y azules, conviviría
con la magia y la fantasía del lugar. La vieja
recordaba la presencia de un duende, de un
pequeño ser de enorme sombrero que la
llamaba en sus salidas al rio, mientras ella
recogía agua para lavar los trastos de la loza.
El duende le hablaba del embrujo de sus ojos
verdes, le decía que eran profundos como las
montañas y los bosques en que habitaba. Ella
corría hasta su casa y le contaba a su mamá
sobre la presencia de este ser; como única
manera de protegerse, rezaban un rosario,
mientras escuchaban una risa que se extendía
por el campo. Al llegar su padre en horas de la
noche, luego de las labores de la siembra,
salía, escopeta en mano, en busca del vecino
que con raras artimañas, disfrazado y
aprovechándose de la inocencia de su hija, la
quería perjudicar. ―Témele a lo vivos― le
decía él, ―de los muertos se encarga el patas.
Como muchos niños que sobrevivieron
a la violencia, al morir sus padres a causa de
las asonadas azules en el municipio, debió
cuidar de sus hermanos, recordando siempre
aquellas palabras que proclamaba el sacerdote
en sus homilías, las cuales le repetiría a sus
nietos, como la razón que esgrimían los
culpables de la muerte de sus padres, ―matar
liberales no es pecado, nuestro deber es
limpiar el mundo de masones y ateos―. Con
dos niños y una niña, ella, de tan solo 14 años,
emprendió camino por las montañas, de
pueblo en pueblo fue buscando un lugar
donde conseguir un trabajo y poder ver de sus
hermanos. Llegó a un frío poblado, con más
iglesias que casas, adornado con blasones
españoles y con la estatua de un conquistador
en medio de su plaza principal. Allí, sola y
con frío buscó la ayuda divina, en un rincón
de una iglesia encendería una vela, pidiéndole
al señor del humilladero que la ayudase en ese
extraño lugar. A la mañana siguiente, una
viuda, condoliéndose de la muchacha, le dio
posada y trabajo. Aprendería a hacer harina
en un molino, y a cocinar para las ventas de
los domingos frente a la iglesia. También vería
a sus hermanos crecer, cada uno tomaría un
camino, muy niños buscarían otros pueblos,
aprenderían otros oficios, afín de no ser una
carga, de ser hombres antes de tiempo.
En medio del agite del trabajo y en sus
andanzas con las ventas, conocería a un señor
mayor, quien cada tanto, le hacía unas
extrañas visitas a la viuda, en horas poco
apropiadas, muy temprano o muy tarde. ―El
amor es algo que se aprende, es una
costumbre― le diría la señora a la muchacha,
para que aceptara los devaneos de este
pretendiente. ―Con él tendrá una casa, y con
la llegada de los hijos harán una familia. En
estos tiempos, que parece que se acerca el fin
del mundo, lo mejor es no estar sola, no sea
que la chusma le dé por molestar otra vez―.
Con estas razones la abuela fundó el amor y
creo un hogar, por encima de los caprichos y
las peleas, hasta que la muerte los separará,
era su compromiso, el pequeño milagro que
una velita le había concedido, años atrás, en el
rincón de un templo.
Entre las montañas, en las labores del
campo y del hogar, los libros tienen poco
valor. Allí la fuerza del azadón, la destreza
con el machete y el conocimiento sobre las
temporadas de siembra y de cosecha se
aprenden con la práctica. En el cotidiano
amanecer entre nubes y árboles, las manos
van adquiriendo la destreza que este tipo de
vida requiere. ―Para leer habrá tiempo
después, cuando llegue la vejez y los ojos
busquen consuelo en las palabras, para que la
soledad se llene de recuerdos y se pueda
cargar ese cuerpo que será un estorbo, un
masa llena de dolencias y enfermedades. Para
ese tiempo están hechos los libros, cuando
postrada en una cama solo se pueda viajar a
través de las palabras―. Eran las palabras que
le decía su abuela, cuando lo veía sumido en
la lectura, habiendo tanto qué hacer en casa,
arreglar el fogón de leña, recoger la madera,
podar los árboles, limpiar el patio.
En la enorme casa donde vivían se
requería trabajo, tanto los hijos como lo nietos
debían aportar en su mantenimiento y en las
labores diarias. Las niñas aprendían las faenas
de la cocina y los niños la importancia del
esfuerzo para conseguir el alimento. La vida la
había premiado con tantos hijos como pudo
parir, incluso, llegó a adoptar niños pequeños
a medida que sus nietos crecían. Quería
brindarles a ellos la niñez que no tuvo, que
jugaran y aprendieran a trabajar a la vez,
pensaba que en su vejez, serían una buena
compañía, para no estar sola, mientras su
cuerpo se consumía por los años.
En diciembre, con el inicio de las misas
de gallo y las novenas, la abuela se armaba de
fuerza y ponía a funcionar su antiguo fogón
de leña, sacaba su enorme perol, ennegrecido
por los años y el uso, y bajo las escaleras que
llevaban al segundo piso, hacía pasteles,
arepas y olladas de café. ―La gente sale de
misa con hambre, tanta rezadera emboba―, le
decía a sus hijos, para que ellos fuesen a
vender esos alimentos, que nunca eran
suficientes. Sus nietos se levantaban muy
temprano, el tañir de las campanas y los
villancicos que tronaban desde la torre de la
iglesia, despertaban a todo el pueblo, ellos
salían en manada y se sentaban en las
escaleras, sobre el fogón, a esperar el tinto y
la arepa para empezar el día. No pensaban en
ir a la misa de aguinaldos, solo querían
disfrutar de la madrugada, cobijados por el
calor y los juegos tempraneros del sí y el no,
de la pajita en boca, del tres pies, del dar y no
recibir; juegos que serían cobrados el día de
los inocentes, entre tazas de café con sal, de
frutas amargas y jugos salados.
Como una llamita al viento, la abuela
se fue apagando, a causa de una caída que
afectó su cadera, no pudo caminar como lo
hacía anteriormente, y se dedicó de lleno a la
lectura. Le pedía a su nieto novelas que
hablaran sobre la violencia, historias que
fuesen reales o que la hicieran reír.
Relacionaba lo que leía con su vida, cada tanto
empezaba a hablar de los libros y estos se
cruzaban con sus recuerdos, como aquel perro
que muere a los pies de su amo en una novela
de Dostoievski, recordaba ella que a sus pies,
había muerto de viejo uno de los perros de la
casa, se acostó junto a ella y no se volvió a
levantar. En otras ocasiones le gustaba
escuchar poesía popular, poemas que
narraban historias de amoríos, de mujeres
infieles, de payasos tristes y de un grupo de
bohemios que despedían el año. Imaginaba a
su nieto, como el bohemio puro, de gran
melena, que brindaba por ella. Recordaba que
había acompañado a su nieto a leer sus
poemas, ante una sala llena, un espectáculo
extraño, tanta gente reunida por un libro,
escuchando en silencio unas extrañas palabras
que no entendían, pero, al parecer los
conmovía. En cama, la abuela evocaba las
palabras del caballero andante, ella sin
quererlo, años atrás, también había proferido
su discurso en torno a las armas y las letras.
Ahora no hay que dudar sino que este arte y
ejercicio excede a todas aquellas y aquellos
que los hombres inventaron, y tanto más se ha
de tener en estima cuanto a más peligros está
sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que
las letras hacen ventaja a las armas, que les
diré, y sean quien se fueren, que no saben lo
que dicen.