EL
VOLCÁN
Por: Saúl Gómez Mantilla
NIÑO:
Recuerdo aquella mañana,
al salir para la escuela el jardín de la abuela era de un tono grisáceo, toqué
una hoja y algo de ceniza quedó en mis dedos, era muy extraño, todo estaba muy
callado. En la escuela los profesores estaban taciturnos, los juegos, todo estaba rodeado por el silencio.
ARMERO:
La noche anterior escuchamos las
alarmas, algunos corrieron, pero no queríamos perder todo lo que poseíamos ¿qué
tan grave podría ser? Como en otras ocasiones se habló de evacuación y nunca
pasaba nada, pensamos que era la naturaleza alertando, pero nunca haciendo
realidad sus amenazas.
NIÑO:
La amenaza no era el
silencio, era un ruido que llegaba a todos lados; luego todo fue calma, como
cuando el horror sobrepasa las pesadillas.
ARMERO:
Pero, no fue un sueño, todo ocurrió
como lo imaginábamos. La montaña cubrió al pueblo, de un momento a otro todo
fue lodo y muerte.
NIÑO:
¿Fue algo deseado? ¿Cómo
una especie de venganza?
ARMERO:
No hubo venganza, era el destino, no se
podía escapar a la naturaleza, era como un llamado a permanecer, a recibir la
avalancha. Seriamos otra Pompeya y viviríamos en el recuerdo y el dolor de los
sobrevivientes, como una forma de lograr la inmortalidad.
NIÑO:
Aun siento en mis manos la
ceniza, aun escucho ese silencio. Una tragedia anunciada, más que un destino;
no se dejó en manos de dios o la naturaleza la vida de aquel pueblo. Fue como
una peste en el lugar equivocado.
ARMERO:
Más que un lugar, era un hogar, lo
sigue siendo para quienes yacen bajo ese enorme camposanto; para los niños que
despertaron del horror en otro país, en otra ciudad, con otro nombre y otra
familia. Como una forma de vivir, se tenía que olvidar esa noche.
NIÑO:
Los días siguientes se
tornaron de ceniza, las nubes vertían lluvia de color oscuro, recuerdo que los
animales no debían de esa agua, que se escondían de la lluvia, como si
estuviese infectada o por respeto al dolor que acumulaban las nubes.
ARMERO:
Luego del sueño, vino el despertar, el
contemplar la pesadilla. Los ojos de todos eran negros, como si llevásemos el
volcán por dentro. Como si esa lava se hubiese metido en los huesos y ahora
calcinara el alma. Porque los días siguientes fue la agonía de lo que llamamos
alma. A veces vivir es una especia de castigo.
NIÑO:
Pero no era un castigo,
sucedió, no se hizo caso a las señales, no había recuerdo de un suceso igual,
de un dolor que fuese retratado, transmitido, de la muerte como un programa de
radio o de televisión. Cada año la avalancha cubre a quienes sobrevivieron, a
quienes vieron como la vida se esfumaba y el sueño lo cubría todo.
ARMERO:
Cada año sus almas se encienden y
mueren un poco más. Realmente no se puede sobrevivir, se está bajo el lodo y la
ceniza. Allí quedaron los sueños, no solo en los ojos y la agonía de Omaira, en
cada cuerpo que quedó sepultado, también yace la esperanza.
NIÑO:
Ese día, cada 13 de
noviembre el tiempo parece regresar, y nuevamente una nube de ceniza cubre el
jardín de la abuela, aunque ya no exista ese jardín y la abuela haya muerto
años atrás. Pero en la memoria, nuevamente la escuela, el silencio de los
profesores, toco una hoja y mis dedos quedan impregnados del gris doloroso de
la avalancha.
ARMERO:
Ese era el color de los gritos, el
color del dolor. De nada servía subir a las azoteas ya que el lodo iba
arrasando con todo, era tanto el estupor, que muchos se arrojaron para morir y
no tener que recordar.
NIÑO:
No imagino ese momento, el
tiempo se junta y todo parece estallar.
ARMERO:
Los animales presintieron todo y
abandonaron el pueblo, aullaron, ladraron, mugieron toda la noche, como si la
tragedia fuese su propio sueño.
NIÑO:
Un sonido temeroso ahora
cubre ese lugar, el silencio como un aviso, el silencio como una forma de
evitar el olvido.
ARMERO:
Los muertos no pueden olvidar, los
muertos siguen viviendo ese momento; aun me arrojo al lodo para abrazar a mi
hija, para sentir de cerca a mi esposa. Luego despierto y estoy vivo. La vida
es un castigo que debo soportar a cada momento.