La música atraviesa estas historias, como una partitura se suceden los
hechos en torno a personajes reales, a angustias figuradas, y situaciones que
desencadenaron en ellos, frustración, dolor, impotencia. Pese a ser sabedores
de su genialidad, el cotidiano mundo los abatía.
Notas Ocultas indaga
en ciertos pasajes en la vida de grandes compositores, Schumann, Brahms,
Chaikovski, Beethoven, Gesualdo, deambulan en su cotidianidad, piensan y actúan
según lo que consideran correcto o llevados por sus impulsos, y estás
decisiones tendrán consecuencias, ya que su talento no es implacable a la hora
en que la música sea el centro de sus vidas.
Con una prosa medida, usando las palabras a manera de una melodía, con
sus silencios, sus crescendos, Ramón Ruiz recrea los temores, anhelos y conflictos
de grandes músicos, que a la par que creaban bellas piezas musicales eran consumidos
por un mundo que los atormentaba.
Por su parte Notas Sueltas, nos muestra la
tensión que viven personajes comunes, encerrados en sus pensamientos, en su
propio mundo, ajenos a lo que ocurre en el trabajo, el barrio o la oficina,
aunque estén inmersos en esos lugares. La forma en que ellos y ellas perciben
su entorno es opuesta a lo que ocurre en realidad, donde los comentarios y las
burlas son el día a día. Los conflictos se develan detrás de ellos, los van
cobijando y atrapando, teniendo como cómplice al lector, impotente espectador
del futuro desastre.
Saúl Gómez Mantilla
El
sobrino de Beethoven
El abrir de los postigos dejó la triste escena
al descubierto: la lección de música reposaba inacabada sobre la mesa entre
migas de pan y algunas gotas de café. Karl no se levantaba aún, a pesar de lo
avanzado de la mañana. Ludwig subió despacio la escalera, levemente estremecido
por el recuerdo de la ira de la noche anterior. La promesa que había hecho a
Gaspar, su hermano, le bullía en la garganta; se mordía los labios, movía los
dedos mecánicamente mientras por su cabeza cruzaba incontrolable la sencilla
melodía que había compuesto para la tarea. Entró en la habitación sin hacer
ruido y miró a Karl, desgajado sobre la cama, rodeado de sopor, de olor a
mugre. El querido sobrino que se
revelaba cada vez más hostil tenía un marcado parecido a su madre sólo en las
líneas de su rostro; en cuanto al carácter, todo era claro: el joven había
heredado la conducta soez y relajada de su tío Ferenc. Contuvo la respiración y
convencido de que no era mezquino su pensamiento se dejó poseer por una mezcla
de asco y lástima, por la sensación del tiempo perdido, de lo inútil acariciado
en el vacío, cuando su cabeza traía a la fuerza el rezago de tan poco grato
personaje, tan maltrecho de espíritu a tan mediana edad. Nada tenía ya por ese
entonces qué alentar en un violinista tan mediocre, en un ser tan incapaz de
una emoción profunda y verdadera; nada debía tampoco rescatar de aquella última
vez, luego del réquiem en honor a la
memoria de Gaspar, en que, de pie, junto
a la escalera de la iglesia y en lugar de la señal y el sitio acostumbrado, le
había pedido que no volviera por su casa, que se quedase en la orquesta si así
lo deseaba, pero que no perturbase más su tranquilidad y el placer de unas
copas de vino con sus alegatos oportunistas, que su amistad era tema clausurado.
Con seguridad amarga se había repetido en
silencio que con él todo esfuerzo hubiera sido en vano, como vanas fueran sus
palabras, su conclusión de los asuntos, su visión limitada de los vínculos y
las uniones humanas. Con vergüenza reconocía cuán ingenuo había sido tratar de
transmitirle una pasión, cuan errático el haber intentado tocar su alma de la cual
sólo salía un tufillo pestilente. Por fortuna, Karl tenía una voz maravillosa y
el eco inocente de las injurias de su tío sonaba diferente; extrañamente
amargas pero bellas. Era una pena que hubiese abandonado el coro, que
estropease su voz bebiendo en la cantina hasta la madrugada y que rompiera los
cristales de su casa cuando se negaba a abrir pronto la puerta en respuesta a
su proceder inmanejable.
El vapor caluroso que empezaba a entrar por la
ventana le hizo a Karl moverse. Ludwig se acercó y retiró con calma la cobija
que le cubría los hombros, ni siquiera había tenido el cuidado de cambiarse las
ropas para ir a la cama. Le sorprendía sobremanera percatarse de aquella
voluntad minada a tan corta edad, como si los defectos heredados acortaran más
su tiempo con el fin de destruir todo del todo. Ni un rastro de Gaspar, ni una
idea, ni un trazo de aquellas convicciones tanto tiempo susurradas a su oído de
niño. --Preferiblemente músico--, había dicho en su lecho de muerte como si
cualquier cosa hubiera sido preferible a dejar avanzar el más mínimo síntoma de
ese linaje rebelde y desasosegado.
Escribiría, sin duda, un fragmento más sencillo, más animado para la
próxima clase. Tendría más paciencia, le diría a Berta que mantuviera el
desayuno junto al horno hasta el mediodía. En todo caso, por excesivo que fuera
el ímpetu de su sobrino, dominaría sus deseos de culpar su sangre y se sentiría
grande en hacerlo.
El intenso calor hizo a Karl revolcarse entre
las sábanas y una respiración profunda acentuó el gesto de su boca que
traslucía la línea materna de su alma. Quizás hubiera poco qué hacer; ya no
podía perturbarle el recuerdo de la desafortunada historia en la que Ferenc y
Johanna, su cuñada, habían osado arrebatarle en los tribunales el derecho a
cumplir la promesa hecha a su hermano; sólo la sucia revancha transformada en
palabras ofensivas, en cuchicheos desconfiados, en confusas risas eran el
epitafio de ese pasaje sobrevivido con ansiedad por tantos meses. Pensó que, al
igual que en alguna de sus piezas, el final podría ser un nuevo comienzo, que
el tiempo es engañoso y las almas sensibles lo perciben. Pero, ahora era un
hombre mayor, y Karl un seminiño, sin puertas cerradas para abrir; quizás
valiera en algo la pena engañarse una vez más a la espera de un poco de sol en
el camino. Era cierto que Johanna poco había entendido del asunto, que su
lucidez irregular ponía nieblas entre ella y todo, pero haciendo gala de una
intuición que quedó brillando como una profecía bajo la sombra del árbol de su
casa, había gruñido sin fuerza:
--¡Hago de cuenta que me robas a mi hijo!
¡Llévatelo! ¡Si odias a todo el mundo, terminarás odiando a tu propia carne!
Y no era que el amor por su sobrino hubiera
disminuido con el tiempo; aunque Karl llevaba ya un largo tiempo viviendo junto
a él, era la ambigüedad que su comportamiento producía en su ánimo lo que no
lograba resolver. A una nueva ráfaga de calor retrocedió instintivamente, bajó
las escaleras y tomó su sombrero de un rincón, donde había caído poco antes del
despertar de la mañana.
Salió sin despedirse de Berta, ajustando la
puerta con suavidad. Quería recorrer las calles, detenerse en las mismas
esquinas, recomponer sus pensamientos, reencontrar lo no olvidado del todo. A
sólo dos pasos sobre el piso de piedra alzó la mirada hacia la habitación de
Karl. El muchacho bostezaba y se desperezaba con brusquedad detrás de la
ventana. Con los ojos fijos en la escena y el deseo de alejarse y regresar al
mismo tiempo, sintió una mezcla de terror y cariño que creía muerta hacía ya
tiempo. La figura del joven a través de
los cristales rotos le arrojó a la memoria una sensación marcadamente
disonante, un gesto lejano matizado de bruma, el martilleo redoblante de una
cascada de risas descontroladas e indolentes.
Ramón Ruíz Contreras