miércoles, 8 de octubre de 2014

FÁBRICA DE HISTORIAS

FÁBRICA DE HISTORIAS

Por: María Lucía Herrera




¿Es el lenguaje escrito el medio exclusivo a través del cual expresamos nuestros pensamientos y contamos historias? Son numerosos los estudios que demuestran que, a través de las Artes Plásticas, la Música, la Danza, entre otras, cumplimos aquellos mismos fines, y sin embargo, siempre se cruza la palabra Literatura por nuestra mente cuando pensamos en el arte de expresar las ocurrencias de la vida. Hagamos la siguiente reflexión: si entendemos por ‘lenguaje’ el conjunto de signos que utilizamos para comunicarnos con los demás, debemos admitir también como ‘lenguaje’ códigos diferentes al alfabeto, tales como los colores, las texturas, las notas musicales, los movimientos. Son signos que al igual que las letras, los combinamos, modificamos y organizamos para formar composiciones de todo tipo: cuadros, imágenes, melodías, coreografías, atuendos, ensayos, cuentos; con éstas buscamos comunicar un mensaje que genere en los demás una respuesta, despierte un sentimiento, una inquietud, nuble por un segundo todo conocimiento que se creía tener. Así pues, ¿es tan diferente una composición escrita de una visual o de una auditiva? No. Y entonces… ¿puede una composición no verbal caber dentro de la definición de ‘cuento’, de ‘poesía’, de ‘ensayo’?
     Siguiendo el viejo dicho “una imagen vale más que mil palabras”, las Artes Visuales, al igual que la Música, logran un impacto directo en el subconsciente del público, moviendo sus sentimientos y pensamientos más ocultos, aun sin que éste pueda percibirlo o definirlo con claridad. A la hora de leer una obra literaria, lo primero que notamos no es la riqueza de su contenido ni la belleza de sus palabras, sino su composición, diseño gráfico: lo bello de su tipografía, el orden de sus párrafos, la armonía de los colores en sus páginas, la textura de la letra sobre el fondo; y tratándose de un texto impreso, los demás sentidos complementan el espectáculo visual, percibiendo el grosor del papel, el casi imperceptible relieve de las letras sobre el entramado de las delicadas fibras vegetales, y el sonido de una hoja cambiando de lado como una pluma perdiéndose en el viento al desprenderse del ala, y todo, en unas milésimas de segundo, suficientes para que el adormitado consciente no lo note, pero el subconsciente lo aprecie en todo su esplendor. De ahí parte el grado de interés con que abordaremos el paso siguiente, la lectura, que requiere un grado de concentración y comprensión racional mayor pues el proceso ocurre de forma inversa y es más lento: el mensaje debe pasar primero por el filtro individual del consciente para poder llegar a conmover al subconsciente.
     La lectura de la palabra, a pesar de ser un recorrido más largo y arduo, es el instrumento que los seres humanos hemos considerado mejor para comunicarnos. ¿Por qué? La respuesta está en su misma naturaleza, en su forma de transmitir el mensaje. Tanto en lo verbal como en lo escrito prima el filtro del consciente, presente en ambos extremos de la transmisión: el lector debe necesariamente hacer uso de su capacidad de razonamiento para llevar a cabo el proceso de lectura, y su autor debe hacer una construcción consciente del mismo. Al saber lo que queremos decir y tener idea de cómo: si hablamos, jugaremos a ser actores de teatro y haremos uso de nuestras expresiones faciales, como un bailarín profesional controlaremos cada uno de nuestros movimientos corporales, y a la par de un cantante de ópera modularemos el sonido de nuestra voz; si lo hacemos de forma escrita, como un arquitecto probaremos con la estructura interna y externa de nuestras frases, igual que un diseñador al planear una pasarela organizaremos las palabras, y como un Beethoven intercalaremos entonaciones-silencios-golpes-duraciones en comas, puntos, largo de palabras y frases, acentos y sinónimos. Así, la palabra es la herramienta de mayor manipulación, porque es la que mejor hemos aprendido a acomodar a nuestros fines a la hora de comunicarnos de forma asertiva.
     Las Artes Audio-Visuales, en cambio, están mucho más ligadas al subconsciente del autor y del receptor, la creación y lectura de la obra es un proceso mucho más visceral. Al igual que un escritor, el creativo sabe cuáles son las herramientas específicas a su disposición (colores, formas, líneas, figuras, ángulos, escala, acordes, tonos, timbres, duraciones), pero le es imposible apelar de lleno a la razón si es que su mensaje quiere ver plasmado. Tendemos a pensar que las Artes Audio-Visuales son inferiores a la que utiliza la palabra como cimiento para la comunicación, porque presentan a nuestro consciente, ávido de poder y de rapidez, un reto intolerable. Esto no significa que no sean un medio adecuado para la comunicación: sabemos que en la Edad Media, la forma de enseñar al pueblo era a través de las imágenes; al ser los altos nobles y los eclesiásticos los únicos en conocer la palabra escrita, debieron idear la forma de narrar la Historia Sagrada a los creyentes menos privilegiados.

     Tomemos como ejemplo específico: el mundo de la Moda. Vestimos de cierta manera debido a un motivo único para cada quien, incluso cuando desconocemos cuál es nuestro propio incentivo a la hora de escoger las prendas a portar. A través de ellas expresamos el entorno social en que habitamos, nuestro status social, inclinación política, preferencia sexual, ideología profesada, subcultura afín… Vestimos o no a la moda, con ciertos colores que nos caracterizan, ciertos materiales que preferimos, cierta silueta que sentimos más halagadora. En el armario encontramos las palabras, ese sinfín de prendas a nuestra disposición en todos los idiomas, acentos, tipografías. ¿Y nosotros? Armamos las frases que queremos portar ese día. Ingenuamente nos paramos ante el espejo y juzgamos desde nuestros sentidos, creyendo que hemos hecho una decisión racional, lógica, consciente.
     Los diseñadores, quienes se encargan de crear las palabras que portamos a diario, saben la realidad que se oculta tras el proceso aparentemente lúcido de la elección de toda prenda. A partir del alfabeto, el código de signos del lenguaje que es la Moda, ellos construyen un diccionario infinito para que los compradores en las tiendas escojan el vocabulario que mejor se ajusta al discurso que inconscientemente quieren exclamar. El alfabeto de un diseñador consta de colores, texturas, brillos, vuelos, talles, siluetas, formas, líneas: con acentos (un poco de brilló por aquí, un poco de mate por allá); en altas, bajas, itálicas y negritas (un cuello de reina de un metro de alto, un vestido blanco nada recargado, una falda asimétrica en chiffón plisado, el corpiño de un vestido en encaje recamado); se mezclan los caracteres para formar palabras tan largas que arrastran una cola de cuatro metros de longitud, y otras tan cortas que acogen en su interior, en una sola vuelta, el contorno de un dedo de la mano; algunas de sus palabras, reflejan las ideas más vistosas, extrañas y recargadas, otras, las hacen más sencillas, más cotidianas.
     No en vano, los creadores de Alta Moda, los escritores más afamados y exclusivos de la industria del traje, buscan siempre crear más que palabras: las frases enteras, si acaso un párrafo, por qué no un capítulo, quizás un cuento o tal vez una novela. Su misión no es vender la prenda, la palabra, sino vender la historia completa, el mensaje. Sus desfiles, verdaderas puestas en escena, buscan contar historias desde lo más sensible del espíritu humano, lo interior; que los sentidos físicos inunden el subconsciente de sentimientos, reacciones, ideas. No necesitamos fijarnos demasiado en lo técnico de sus colecciones para comprenderlas; los materiales, los colores, el styling, la música y el orden en que se nos presentan los atuendos, debemos estudiarlos como un todo, en una secuencia de principio-nudo-desenlace. No hay que mirar con el sentido de la vista del consciente sino ver con los ojos del subconsciente, del alma; la historia está ahí, es nuestra para leer:
     El siempre irreverente Alexander McQueen, que nunca falló en sorprender, marcó un hito muy importante para la historia de la moda con su No. 13. Nos lleva en un viaje de transformación, que comienza con una mujer muy masculina y que siempre viste en escala de gris, pero que poco a poco, al compás de una música que nos lleva a un trance en el que el tiempo se olvida, la mujer se va suavizando y se convierte ante nuestros ojos, incapaces de marcar el momento específico, en una bailarina, representada con prendas sueltas y colores pastel. En varias ocasiones nos hace creer que hemos llegado ya al final de la metamorfosis, que del cuerpo le han brotado alas alzando el vuelo en libertad, sólo para sorprendernos aún más con lo que sigue. Luego de la mujer hecha flor, nos sumerge en una atmósfera a media luz; las modelos giran sobre plataformas con los más elegantes trajes de la colección, hechos totalmente en transparencias y recamados de piedras preciosas, cual maniquíes dispuestos en una vitrina para ser devorados por los ojos insaciables del público; la mariposa ha sido capturada.

     Al finalizar el desfile, la luz se apaga y cuando se enciende, ilumina el recinto del más profundo azul. McQueen nos presenta la cumbre de su genio creativo que aún después de tantas décadas es, y por muchas décadas más será, uno de los grandes momentos de la Moda. Girando sobre la plataforma central se aprecia la última modelo. No está quieta, se mueve con cuidado, como si temiera que sus pequeños y delicados movimientos pudieran despertar la furia de su captor, dos enormes máquinas de tez color durazno y alma negra que la rodean y apuntan directo al único vestido blanco de la hora que llevamos presenciando esta narración. La silueta nos recuerda el tutú de una bailarina, capas y capas de tul francés yacen bajo la falda. El peinado y los accesorios, minimalistas y clásicos, nos remontan al ideal de refinamiento femenino de principios del siglo XX. Aparece ante nosotros una flor, una mariposa, la feminidad pura amenazada por la rudeza de la sociedad moderna. La acompaña una suave melodía que acelerando su tempo y subiendo el volumen, va al ritmo de nuestros corazones a medida que las máquinas se mueven y se acercan. La flor, la mariposa en el cristal, completamente indefensa ante la inminente invasión, gira cada vez más rápido en su desesperación. Las máquinas disparan. La modelo se protege en vano, en su cara vemos dolor y sufrimiento; a medida que se siente más manchada de oscuridad, codicia y envidia, cambia su expresión a una especie de estado hipnótico que la envuelve en éxtasis. Todo termina tan rápido como empezó. El estado de pureza, ¿espiritual quizás?, que había alcanzado, desaparece; se ha cerrado el círculo y la mujer que alguna vez se liberó de sus cadenas, yace destruida por la sociedad, ha sido remplazada por otra… una que identificamos a diario.

     El acto de narrar es de naturaleza humana. Desde los tiempos más remotos, nacemos con la necesidad espiritual de comunicar nuestros pensamientos, sentimientos, deseos y miedos. Todo tipo de sonidos, letras, figuras y gestos, hacen parte de nuestro alfabeto diario y a pesar que los hemos creado en milenios de experiencia, tendemos a creer que la palabra es la única de esas herramientas que sirve para tal fin; en realidad, sonidos, imágenes y palabras están siempre unidos en nuestra vida diaria. Existen mil maneras de contar una historia, la Moda es una de ellas. A través de sus propios códigos de lenguaje, puede contarla de forma tan cotidiana como fantástica, poética, didáctica, épica, corta o larga, en la ciudad o en el campo, en cualquier época o universo paralelo, de terror, de amor, de dolor. En cuanto seamos conscientes de esto (que toda producción artística es un lenguaje), aprenderemos a entender las historias que son contadas a diario a través de códigos diferentes a la palabra, y a narrar nuestras propias historias.